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ATARDECER EN ARÉVALO
En la villa donde, en parte, prendidos,
de Isabel, quedaron los mozos años;
en la que reside el busto digno
de un Florentino Sanz olvidado,
poeta egregio del romántico siglo;
donde persisten centenarias plazas
propias de comedias de capa y espada;
donde el mudéjar se yergue altivo;
donde los vencejos, en los resquicios
de conventos e iglesias, se instalan;
junto a un viejo puente de ladrillo,
que abraza a un mesurado Adaja,
los afilados rayos se desgranan
del, no lejos de su ocaso, tibio
sol de un verde mayo en sus principios,
que, curiosos, de los chopos, traspasan
las bisoñas hojas, pasivos filtros.
Es un caleidoscopio la tarde marchita,
en el circunspecto y solitario soto,
que, llamativo a su pesar, y afable, invita
a escuchar el canto de un mirlo canoro,
a detener el paso y sumergir la vista
en el vivo tremor multicolor que agita,
levemente, un discreto servidor de Eolo.
Primavera es, mas diríase otoño
en la época del resplandor de la vida;
y el brillo de tantos matices y tonos
conforman una colorida estampa que envidia,
sin razón, pues manto hecho de gemas le brindan,
el austero castillo que se adivina al fondo.
"Víctor de Castellar"
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